por C. Reggini, Horacio · 1 Comentario
El
homenaje a Marshall McLuhan a cien años de su nacimiento permite
repensar qué entendemos por comunicación de masas y cuáles son los mitos
y verdades de las nuevas redes sociales. A
cien años del natalicio de Marshall McLuhan (1911-1980), filósofo y
sociólogo canadiense, y a cincuenta de la publicación de sus libros
visionarios sobre la comunicación, referencias obligadas para pensar las
relaciones entre el ser humano y la tecnología, parece oportuno
rendirle homenaje y repasar sus ideas, máxime teniendo en cuenta que sus
predicciones sobre las comunicaciones, el mundo conectado y lo que hoy
conocemos como Internet han pasado a convertirse en realidad.
Pero
antes conviene recordar a dos autores que también se anticiparon con
sus escritos. Uno fue el argentino Domingo Faustino Sarmiento
(1811-1888), quien en su discurso inaugural del cable telegráfico
interoceánico que conectó la Argentina con Europa (5 de octubre de
1874), dijo: “Envío un saludo cordial a todos los pueblos que se hacen,
por intermedio del cable, una familia sola un barrio”. Predijo entonces,
acertadamente, hasta dónde nos conduciría el fenómeno actual de las
comunicaciones a nivel planetario, y así se anticipó en casi un siglo a
la expresión “aldea global” acuñada por McLuhan. El segundo autor es el
extraordinario poeta y ensayista británico, nacido en los Estados
Unidos, T. S. Eliot (1888-1965), quien, en la sección I del poema “Burnt
Norton”, primer poema de Cuatro cuartetos (Four Quartets),
comienza: “Están presente y pasado presentes/ Tal vez en el futuro, y
el futuro/ En el pasado contenido” (“Time present and time past/ Are
both perhaps present in time future,/ And time future contained in time
past”). Más adelante en su poema, después de las expresiones dedicadas
al “tiempo pasado, el tiempo presente y el tiempo futuro”, escribió en
la sección III: “No aquí la oscuridad, en este mundo gorjeante” (“Not
here the darkness, in this twittering world”). Vemos con sorpresa que
utiliza la palabra “twittering”, que en inglés alude a los sonidos
bulliciosos de los pájaros comunicándose entre sí en las matas de un
jardín, y que en español llamamos gorjear. Es notable cómo el
pensamiento metafórico de Eliot sobre el gorjeo de los pájaros a
principios del siglo pasado se ha convertido en la realidad de millones
de personas que en estos días utilizan continuamente la red Twitter,
diciendo incluso que “twittean”.
Jack Dorsey, Evan Williams y Biz Stone fundaron la red Twitter en 2006. En una entrevista publicada en Los Angeles Times,
Dorsey cuenta cómo surgió el nombre: “Intentábamos buscar un nombre que
captara la esencia de los teléfonos móviles, de los SMS y de cómo
podías estar actualizado en todo lugar y recibir novedades de
cualquiera. Queríamos captar la sensación física de estar presente al
lado de amigos contándoles pequeñas cosas. Y de hacerlo con el mundo
entero. Después de unas cuantas vueltas encontramos la palabra twitter,
que era perfecta. Las definiciones que daba el diccionario eran: ‘una
ráfaga corta de información intrascendente y los sonidos emitidos por
los pájaros’. Y ello encajaba justo con nuestro producto. Los pájaros
gorjean y esos sonidos no tienen ningún significado para nosotros, pero
sí para otros pájaros. Lo mismo pasa con Twitter: hay un montón de
mensajes que pueden parecer inútiles y sin significado, pero depende de
los receptores. Podíamos usarlo como un verbo o como un sustantivo;
también podíamos decir twitteamos. El nombre Twitter ha sido
responsable en gran parte de nuestro éxito. Nombrar algo y generar una
marca en torno a ese nombre es verdaderamente importante”.
No
deberíamos olvidar que T. S. Eliot, tanto en el poema “Cuatro
cuartetos” como en “La tierra baldía” (“The Waste Land”) hacía
referencia al pavoroso desorden que él entendía reinaba en el cosmos.
Pensaba que había mucha superficialidad en la comunicación entre los
humanos.
Ayer, mientras caminaba por la calle Florida, tuve un encuentro –a lo Woody Allen en su reciente película Medianoche en París–
con T. S. Eliot, quien, sabiendo que yo conocía sus escritos, me
preguntó: “¿Qué puede surgir de un tiempo que abandonó la búsqueda de la
sociedad creativa por la obsesión de estar conectado?”. Con
pensamientos dudosos, no le respondí nada y seguí camino a casa. A los
pocos pasos encontré a Marshall McLuhan, sonriente y feliz –quizás por
sus predicciones cumplidas–, quien me prodigó un cariñoso saludo,
siempre agradecido conmigo por haber divulgado sus libros. Y justo
enfrente de la plaza San Martín, cruzó hacia mí Domingo Faustino
Sarmiento. Muy serio, indagó: “Decime, con ese asunto de las
computadoras en que vos andás desde hace años, ¿no estarán por cerrar
todas las escuelas en las cuales puse tanto entusiasmo?”. Me ruboricé,
sin atinar qué contestarle, y callado entré en el edificio.
En
sus textos, McLuhan explicaba que empezábamos a darnos cuenta de que no
siempre los nuevos medios son simplemente una gimnasia mecánica para
crear mundos de ilusión, sino nuevos lenguajes con singulares poderes de
expresión.
Históricamente,
los recursos de los idiomas han sido configurados y utilizados en
formas constantemente cambiantes. La imprenta modificó no sólo el
volumen de la escritura sino también el carácter de un idioma y las
relaciones entre el autor y el público.
La
radio, el cine y la televisión llevaron los idiomas escritos hacia la
espontaneidad y la libertad de los idiomas hablados. Ayudaron a valorar
la conciencia del lenguaje social y del gesto corporal.
Añadía
McLuhan: si los nuevos medios sirvieran para debilitar o corromper
niveles antes alcanzados de la cultura verbal o de imagen, no sería
porque hay en ellos nada inherentemente malo. Si hoy algunos no nos
parecen aconsejables o convenientes, ello se debe a que no hemos podido
dominarlos como nuevos lenguajes para integrarlos adecuadamente en la
herencia cultural global.
Es
increíble cómo pudo elucubrar McLuhan, años atrás, un fenómeno de las
características actuales representadas por Twitter o Facebook. Para él,
la difusión intensa de las comunicaciones sociales afectaba y afectaría,
en grado superlativo, a la educación común, llevándola a lo que
denominó “la escuela sin paredes” o “el aula sin muros”.
Resultaba
habitual, ya en su tiempo, hablar de auxiliares audiovisuales para la
enseñanza, pensando que el libro constituía la norma y los otros medios
eran sólo accidentales. Se pensaba también que los entonces nuevos
medios (prensa, radio y televisión) eran para comunicación de masas, y
que el libro era un formato de características individuales, ya que se
opinaba que aislaba al lector, contribuyendo a crear el yo occidental.
Sin embargo, el libro fue el primer bien comunicacional de producción
masiva: todo el mundo podía tener los mismos libros. En la Edad Media
esto era imposible.
Los
manuscritos y los comentarios se dictaban y la instrucción era casi
totalmente oral y grupal. El estudio solitario se reservaba al erudito
avanzado.
Antes
de que apareciera la imprenta, los jóvenes aprendían escuchando,
mirando, actuando. Y hasta hace pocos años, los niños alejados de las
ciudades también de este modo aprendían el lenguaje y los conocimientos
de sus mayores. Sólo aquellos que podían hacer una carrera profesional
iban a los colegios.
La
cantidad de información comunicada por la prensa, las revistas, las
películas y la televisión ha excedido desde hace tiempo y en gran medida
a la transmitida por la educación formal y los libros.
Ese
desafío destruyó, según McLuhan, el monopolio del libro, y derribó los
muros de las aulas. En esa situación social profundamente trastornada
resultó natural que muchos educadores percibieran a los nuevos medios
más como entretenimientos que como formas auténticas de educación.
Sin
embargo, no era convincente, argumentaba McLuhan, para quien estudiara
con seriedad el problema, y recordaba que todos los grandes clásicos
habían sido considerados originalmente entretenimientos ligeros; casi
todas las obras vernáculas fueron así juzgadas hasta el siglo XIX.
McLuhan puso como ejemplo que los films Henry V y Richard III,
del famoso director inglés Lawrence Olivier, reúnen una riqueza
cultural y artística que revela a William Shakespeare en un nivel
sobresaliente y permiten un disfrute indudable. Lo mismo sucede
actualmente con muchas realizaciones que se pueden hallar en Internet.
El secreto del éxito consiste en caminar hacia adelante, abriendo
puertas desconocidas y haciendo cosas nuevas. Hoy estamos ante la
inmensa magnitud disponible en la web, que impulsa a una mezcla de
imaginación creativa con saber tecnológico.
McLuhan
aclaró que la película fue a la representación teatral lo que el libro
al manuscrito. Puso a disposición de muchos, en diversos momentos, lo
que de otro modo hubiera quedado restringido a unos pocos, y a contados
instantes y lugares. El video, al igual que el libro, es un producto de
duplicación, y la televisión es contemplada simultáneamente por millones
de espectadores. Vale la pena señalar que ningún ser poderoso de la
historia, ni siquiera el rey Midas, que convertía en oro todo lo que
tocaba, tuvo en sus manos la posibilidad de duplicar hasta el infinito
algo, como hoy puede hacerlo digitalmente una persona común. Las frases
“medios de comunicación de masas” o “diversión para las masas” no son
útiles y no tienen en cuenta el hecho de que los idiomas castellano o el
inglés constituyen igualmente un medio de comunicación de masas.Decía
McLuhan: “En nombre del progreso, la cultura establecida lucha siempre
por forzar a los nuevos medios a realizar las tareas de los antiguos”.
A
menudo surgen denuncias sobre el carácter y efecto de las películas y
de la televisión; sin embargo, sus buenas o malas características de
forma y contenido, armonizadas con cuidado con otros tipos de arte y de
técnicas, pueden convertirse en buenos instrumentos para la educación.
Saber
expresarse y tener la capacidad de distinguir en asuntos cotidianos y
en materia de información son sin duda el distintivo del hombre educado.
Es erróneo suponer que existe una diferencia básica entre la educación y
la diversión, aunque deberíamos ser menos optimistas acerca de educar
divirtiendo y los poderes instructivos de los medios. Esa distinción no
hace más que liberar a la gente de su responsabilidad de entrar en el
fondo del asunto. Es lo mismo que establecer una distinción entre la
poesía didáctica y la poesía lírica basándose en que la una enseña y la
otra divierte, cuando nunca ha dejado de ser cierto que lo que agrada
enseña de modo mucho más efectivo.
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