Desde hace tiempo le pregunto a toda persona con la que me cruzo: ¿qué es para vos una buena educación?
Las respuestas siempre empiezan igual: “aprender a leer y escribir” y “matemáticas”.
Enseguidita muchos nos apuramos en agregar “valores, enseñar valores”, como si tuviéramos miedo que sin ellos los alumnos se transformaran en robots sin alma.
La respuesta suele completarse con una lista de disciplinas que casi siempre incluye Historia, Geografía, Deportes y Arte (arte casi siempre al final). Pero lo fundamental es que sobre esta sagrada trinidad (lectoescritura, matemáticas y valores) generalmente estamos todos más o menos de acuerdo.
Voy a dejar el tema “valores” para otro artículo y focalizaré en las razones para enseñar las dos primeras disciplinas. Aclaro que no voy a presentar una tesis provocadora sobre las virtudes de no alfabetizar. Todo lo contrario. De todas formas, les recuerdo que mi pregunta no es sobre la necesidad de enseñarlas sino “para qué” hacerlo.
La lectoescritura es tan pero tan importante en nuestra valoración de la educación que suele ser la primera cifra con la que se juzga la cultura de un país. Buena parte del prestigio educativo de nuestro país durante el pasado siglo se basó en sus (por entonces muy altas) tasas de alfabetización.
Está claro que leer y escribir son habilidades esenciales para estar informado y para comunicarse. Pero la lectoescritura tiene un objetivo pedagógico mucho más ambicioso que enviar un SMS o leer un periódico. Quien sabe leer y escribir puede aprender cosas nuevas de manera más fácil.
Gracias a la información disponible en libros y páginas web un estudiante puede investigar y ampliar sus conocimientos. En otras palabras, la lectoescritura es esencial para aprender a aprender.
Pero esencial no quiere decir suficiente.
Leer y escribir son apenas el comienzo: hay que saber encontrar la información relevante, evaluarla y aprovecharla. La alfabetización nos da una buena caña de pesca pero no nos enseña necesariamente a pescar.
Pensemos ahora por un rato sobre la enseñanza de las “matemáticas”. En general, a nivel escolar, se suele utilizar este nombre para referirse a una parte de ella: la aritmética (es decir “saber hacer cuentas”).
Vivimos rodeados de cifras y manipularlas correctamente es esencial para la vida cotidiana. En un mundo de calculadoras electrónicas podría ser discutible enseñar a hacer cuentas. Pero tampoco pretendo cuestionar eso (al menos, no en esta oportunidad).
De cualquier manera, todos sabemos que las matemáticas van más allá de hacer cuentas. “Nos ayuda a razonar y a resolver problemas” me contestó una maestra y por supuesto que estoy de acuerdo con ella.
No discuto la importancia de dar herramientas a nuestros niños para que resuelvan problemas. Es esencial pero nuevamente no es suficiente. La pregunta realmente relevante es qué tipo de problemas queremos que aprendan a resolver.
Los problemas que abundan en nuestro sistema educativo suelen tener respuestas únicas y conocidas por el maestro o profesor. Un ejemplo clásico: “una canilla gotea a razón de 3 decilitros por hora, cuánto tiempo tardará en llenar una bañera de 500 litros”. 10 puntos si das con la respuesta correcta o menos si el razonamiento era “correcto” pero te equivocaste en la cuenta.
Pero hay otro tipo de problemas, mucho más desafiantes, que rodean a los alumnos del siglo XXI. Me refiero a los problemas en los que ni maestros ni alumnos saben la solución (y ni siquiera saben si esta existe).
No hay aprendizaje sin motivación y esta no puede venir dictada por señores/as importantes desde ministerios marmolados. Si los niños van a investigar que lo hagan con cosas que les son relevantes a ellos y no a los adultos. ¿La distribución de figuritas ensobradas es realmente al azar o realmente existen figus “difíciles”? ¿Se puede resucitar a un hámster muerto? ¿Hay formas efectivas de disminuir el bullying?
Es imprescindible entender que el objetivo central de plantear este tipo de preguntas no es hallar una respuesta concreta. Si se encuentra, genial, pero lo importante es capacitarse para enfrentarse a lo no conocido y aprender que el conocimiento no es estático: es inventable. Como decía un tuit que leí el otro día: “Si tus respuestas están en Google entonces no estás haciendo las preguntas realmente importantes”.
Estamos acostumbrados a vivir con un sistema educativo que califica positivamente a quienes logran resolver problemas para los que ya se conocen las respuestas. En otras palabras, se premia el hecho de aplicar un conocimiento técnico. Esto no es poca cosa pero tampoco es suficiente.
Lo que mueve a la sociedad del conocimiento es inventar nuevas preguntas, investigarlas, descubrir posibles respuestas y descartar otras. Fábricas donde construir tecnologías antiguas hay a patadas; laboratorios donde inventar lo nuevo hay muchos menos.
Lo mismo sucede en la cultura: enseñar música para tocar canciones ajenas es importante pero no es suficiente. Más importante aún es aprender a componer canciones nuevas. De lo contrario, el único futuro que ofrecemos a nuestros jóvenes será tocar covers de oldies en la Noche de la Nostalgia.
Las matemáticas y la lectoescritura son herramientas esenciales para el futuro de nuestros niños. Pero su relevancia va mucho más allá que sus aplicaciones inmediatas. Tenemos que dejarlas de ver como un fin en sí mismo y volver a preguntarnos cuáles son los objetivos concretos para los que queremos enseñarlas.
Se dice que es mejor enseñar a pescar que regalar un pescado. Seguramente sea mejor pero hoy día no es suficiente. Además, a nuestros niños hay que ayudarles a perderle el miedo al agua. Hay que permitirles sentirse solos y pequeños frente a la enormidad del mar desconocido. Sólo de esa manera juntarán la valentía para bucear hasta lo más profundo y oscuro donde conviven los misterios y los tesoros. Eso es educar.