Autor: Eduard Punset
Este mes, el número de mis fans en Facebook ha sobrepasado el millón. Somos una gran familia –la primera, que yo sepa, que llega a esa cifra dedicándose a la divulgación científica– empeñada en conseguir que vaya disminuyendo, sin bofetadas, el espacio reservado al dogma y, sobre todo, sugiriendo que el entretenimiento debe mezclarse con el conocimiento.
Es posiblemente tan útil como que grandes futbolistas como Cristiano Ronaldo o Leo Messi, la joven cantante Miley Cyrus o los actores Kristen Stewart y Robert Pattinson superen con creces el nivel mencionado de fans. Lo inaudito, lo que da que pensar sobre un público tan mal traído por la fama y los críticos de la educación, es que los amantes de la divulgación científica superen en América Latina y en España el millón.
Vamos a procurar que se entere cuanta menos gente mejor –contamos con la ayuda incalculable del propio estamento noticiero–, pero al hablar en voz baja y entre nosotros es imposible negar la gran noticia de que más de un millón de hispanohablantes siguen la divulgación científica, que están a favor de la mezcla de entretenimiento y conocimiento, que son partidarios de escuchar otras opiniones y aprender de más materias aparte de las que les interesan, y que están menos interesados por el dogma que por la ciencia.
Imagen del encabezamiento de la página de Facebook de Eduard Punset.
Vale la pena entonces que dediquemos algún tiempo a reflexionar sobre la naturaleza de los forofos. Y algo nos ha enseñado la divulgación científica sobre este tema. Recuerdo haberme interesado hace ya muchos años por los jóvenes de entre 12 y 15 años que podían esperar toda una noche a que apareciera su ídolo a primera hora de la mañana. ¿Qué es lo que, de veras, les interesaba a ellos? Me costaba creer que sus risas y griterío escondían –como solía decir la mayoría del mundo supuestamente informado– las ganas de obtener una mirada o una sonrisa de sus ídolos.
Cuando estudié el tema en profundidad, concluí que lo que esperaban, lo que realmente buscaban con aquella vigilia –aunque fuera de forma inconsciente–, era descubrir el secreto de la fama; lo que costaba ser conocido. La ciencia estima hoy que a Bill Gates le hicieron falta diez mil horas para hacerse rico, pero cuando estudié el tema, nadie me hubiera creído ni aceptado que esa era la razón de la vigilia.
Hoy sabemos que el fan tiene un elevado sentimiento de empatía por su ídolo y tiende a ponerse en la piel de quien admira; luego, las neuronas espejo hacen el resto. La excitación que provocan los logros de los ídolos –un gol, por ejemplo– hace que el cerebro libere grandes dosis de dopamina, la molécula portadora de la sensación de placer.
Influidos por el resto de la manada, los fans pueden dejarse arrastrar y mostrar su faceta más oscura y no solo la más hermosa. Me refiero al torrente que a veces arrastra hacia alborotos públicos y acciones violentas. Hace un millón de años nacía el altruismo, el sentimiento capaz de transmitir, generación tras generación, el amor a los demás: saber que se pertenece a un mismo grupo, contribuir de alguna manera a que este funcione y tener la seguridad de que el grupo, más tarde, le corresponderá a uno.
Quiero terminar esta reflexión como la empecé. No quisiera que mis lectores pasaran por alto el hecho insólito de que hemos superado el millón de fans interesados por los efectos de la divulgación científica sobre la cultura popular. Con toda seguridad, eso quiere decir que cualquier tiempo pasado fue peor, que nuestro colectivo es cada vez más altruista y que no debemos cejar hasta que se enteren de ello los políticos que nos gobiernan.
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