La principal riqueza de un país es el capital mental de quienes lo habitan. Hace siglos, la prosperidad estaba basada en la posesión de la tierra; luego, en la explotación de minerales y la producción industrial. Hoy la clave del desarrollo está en la capacidad de pensar, de crear, de innovar. Muchos países más pobres en recursos naturales que la Argentina se han convertido en naciones fecundas gracias a la inversión en educación, investigación, conocimiento.
Ese capital mental abarca tanto recursos cognitivos como emocionales de las personas. También sus habilidades sociales y la capacidad de afrontar desafíos. Este capital trae consigo el valor de permitir una mejor calidad de vida al individuo y, a la vez, contribuir de manera efectiva a la de su comunidad. La capacidad de imaginar, de reflexionar, de recordar, de proyectar, de elaborar las estrategias para llevarlo a cabo es lo que permite la transformación de lo dado en lo deseado y novedoso.
Los seres humanos somos seres sociales capaces de forjar un entramado comunitario muy complejo. Tanto es así que se han postulado diversas teorías que sostienen que el tamaño del cerebro se relaciona mayormente con el alcance del contacto social de cada especie. Es por esta complejidad que los seres humanos inventamos las bibliotecas, las escuelas, los Estados. Y es por esta necesidad de estructuras que trascienden a las familias y las pequeñas comunidades que el ser humano también inventó la política.
La política es una gran herramienta de transformación social, que hace posible la organización comunitaria y que aquellos proyectos que se imaginan puedan concretarse.
Por supuesto, no todos los que formamos parte de una comunidad imaginamos lo mismo. Por eso existe la posibilidad de proponer, elegir, discutir, ponernos de acuerdo. Esa oportunidad de transformación está dada a través de diversos resortes, pero, sin dudas, el que resulta fundamental es la convicción del propio pueblo sobre aquel objetivo al que se quiere llegar y de cuál es el mejor camino.
La idea del camino permite reflexionar sobre dos elementos clave de los proyectos sociales: uno es lo urgente, lo que no puede esperar, y otro, la meta deseada. Esto puede ser definido también a partir de los múltiples sentidos que tienen ciertas palabras. En esas dos estrategias de abordar un recorrido están las dos acepciones que otorgan los diccionarios al término “emergencia”: la situación de urgente peligro, y lo que emerge, lo que brota, lo que sale a la luz.
Una comunidad que se organiza debe considerar que, en primer lugar, tiene la obligación de atender las necesidades más urgentes. Y qué mayor emergencia -aunque no la única- que la de cuidar a sus niños. No hay política más prioritaria que proteger su integridad física y mental. La falta de estímulos adecuados, la carencia de afecto y el hambre de un chico constituyen una inmoralidad y un crimen, además de un suicidio social. La carencia nutricional produce un impacto tremendamente negativo en el desarrollo neuronal de los niños. La ciencia ha determinado que la malnutrición y la desnutrición están asociadas con alteraciones cerebrales. Sin buena nutrición y sin estímulo afectivo y cognitivo, el cerebro se vuelve débil y vulnerable. Es decir que cuando el Estado desprotege a un niño, estamos vedándole el presente y arrebatándole el futuro a alguien que necesita como nadie de su comunidad y de las instituciones públicas. Esto lo sabe la ciencia, pero lo resuelven las políticas públicas, y ahí tenemos que estar los médicos, los abogados, las amas de casa, los albañiles, para pensar, decidir, llevarlas adelante y aceptar como propias esas decisiones.
Si hablamos de la Argentina, es un escándalo que exista el hambre en un país que produce alimentos para 400 millones de personas, es decir, para varias Argentinas. ¿Seguiríamos ocupados en cualquier otra cosa si tuviésemos un hijo con hambre? ¿Qué sucedería con la política y la sociedad si actuásemos pensando que ese chico de cualquier rincón de la patria fuese nuestro hijo? Esto, que en sí mismo resulta intolerable, tiene un impacto social mayúsculo. Como señala la Unicef, la desnutrición crónica elimina oportunidades a un niño, pero también al desarrollo de una nación. El doctor Abel Albino, compatriota que batalla desde hace décadas contra la desnutrición infantil, dice bien que debemos primero preservar el cerebro de nuestros niños y luego educarlos. El hambre es una emergencia social, una urgencia. El conocimiento, la meta. Y aquí pasamos a la Argentina emergente.
La estrategia de desechar el largo plazo por la necesidad de atender lo inmediato constituye una política que se muerde la cola: porque existen necesidades, debemos pensar en las causas que llevaron a esa situación y atacarlas. Cuando observamos la historia de nuestro país, nos damos cuenta de que aquellos proyectos más provechosos son los que fundaron nuevos paradigmas porque supieron ver más allá y trascender, así, a su puñadito de tiempo. Somos un país que no puede darse el lujo de echar por la borda tantos proyectos de tantos argentinos que no tuvieron “miopía del futuro”.
La pobreza, la discriminación y la ignorancia restringen el crecimiento. El fomento de la educación, de las nuevas ideas y de la investigación científica y tecnológica no sólo desarrolla las sociedades, sino que crea trabajo. No se trata de lujos de los países ricos, sino de los cimientos de los países que quieren desarrollarse. El futuro no perdonará a las políticas que abdiquen del conocimiento. El crecimiento económico por sí solo no erradica la pobreza, a menos de que vaya acompañado de una mejora en la calidad educativa. En el siglo XXI, la revolución educativa es el gran programa de lucha contra la pobreza.
La política del conocimiento requiere la convicción social de que nuestros talentos son nuestro principal capital. Y los líderes deberán entenderlo también. Para esto se requiere una política que lleve adelante esta revolución en la educación, en el desarrollo científico e innovación tecnológica. El conocimiento ofrece un potencial invalorable de los países para fortalecer su desarrollo económico y social, para la inclusión, la igualdad de oportunidades y el bienestar (no sólo en un sentido económico, sino también en un sentido afectivo, intelectual y emocional) de sus hombres y sus mujeres. Asimismo, el conocimiento fortalece el vínculo entre las personas y, a través de esto, la conformación armónica de su tejido social.
De algún modo, la política es un deber. El compromiso político de las personas debe entenderse como una señal valiosa del interés por su comunidad. A esto se refirió el papa Francisco: “La política es una de las formas más elevadas del amor, de la caridad. ¿Por qué? Porque lleva al bien común, y si una persona, pudiendo hacerlo, no se involucra en política por el bien común, es egoísmo, y el que use la política para el bien propio es un corrupto”.
Cuanto más próximos estén los intelectuales, los profesionales y los obreros de la actividad política, cuanto más desdibujadas estén esas fronteras entre “el palacio y la calle”, más cerca estaremos de una sociedad democrática, moderna y desarrollada que desea emerger. Para lograrlo, no importan los nombres propios ni las candidaturas de una u otra persona, sino la sociedad que lo promueva.
Martin Luther King concluyó un recordado discurso de esta manera: “Al igual que Moisés, pude subir a la montaña y ver la Tierra Prometida. No importa qué pase conmigo. Lo importante es que como pueblo llegaremos”. Ese mismo deseo es lo que nos llevará al futuro.
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