La revolución tecnológica y la globalización acelerada que estamos sufriendo tienen una fuerte raíz digital. La digitalización hace posible internet y la conexión informática global. También el tratamiento y transmisión masiva de información, el procesado de audio y video, la simulación de procesos y la reducción del ciclo de desarrollo de productos, el GPS, el internet de las cosas, la impresión 3D, la robótica o el procesado de datos genéticos. La digitalización es una fabulosa fuerza positiva de progreso, una fuerza que democratiza el acceso a la información y a la educación y las extiende por el planeta. Hoy, adolescentes en zonas remotas acceden a Google, Wikipedia o Amazon a través de sus móviles, y a vídeos formativos gratuitos de las mejores universidades del mundo.
Sin embargo, el sistema económico parece no estar preparado para interpretar la velocidad e impacto del cambio tecnológico. En 1995 se liberalizó el uso de internet para el comercio, hasta el momento una red restringida a usos militares y científicos. El mercado reaccionó inmediatamente ante las inmensas posibilidades que ofrecía esa tecnología disruptiva, atrayendo capital masivo para el desarrollo de proyectos basados en la web. Hasta el punto que generó una gran burbuja financiera que explotó en marzo del 2000. En dos años, el índice tecnológico NASDAQ perdió el 75% de su valor desde su máximo histórico del 2000, que ya jamás ha vuelto a alcanzar. Sorprendentemente, una tecnología positiva que iba a cambiar el mundo generó una profunda convulsión financiera internacional cuyas reverberaciones llegan hasta nuestros días. Parece que los mercados responden a la emergencia de tecnologías disruptivas con ciclos de sobreexpectativas y violentas burbujas, que ocasionan a su vez reacciones erráticas en las políticas económicas (excesos de inyección de liquidez o excesos de austeridad).
A la vez que una poderosa fuerza democratizadora, la digitalización es también una nefasta fuerza distributiva del valor generado. En los mercados digitales se produce una singularización del valor en el punto original: realizar la primera unidad de un programa de software o de una superproducción cinematográfica es extremadamente costoso. Pero la segunda unidad es una copia digital de la primera, producida a coste cero. No se cumple la ley económica de los costes marginales. Fabricar nuevas unidades o prestar el enésimo servicio digital no tiene costes empresariales y, por tanto, no se distribuyen salarios. También por ello, los modelos de negocio digitales tienen potencial de crecimiento exponencial. Y el mercado financiero se ve extremadamente atraído por este tipo de modelos. La jovenstartup Uber (plataforma de interconexión de transporte privado), sin haber generado jamás un euro de beneficio, vale en bolsa 66 billones de dólares (más que los grandes iconos de la industria americana, Ford o General Motors). Y la cotización de Facebook es, sorprendentemente, superior al de Daimler, Volkswagen y BMW juntas, aunque la capacidad de generación de empleo de estas viejas empresas manufactureras, por cada euro de capitalización bursátil, es 16 veces mayor. El capitalismo financiero digital, pobre en empleos, supera al antiguo capitalismo industrial. Mientras, la digitalización de cadenas de valor supone también la virtualización de activos físicos y la substitución de átomos por bits. Un ejemplo es el de la industria de impresión. No sólo desaparecen las líneas de proceso industrial, reemplazadas por PCs e impresoras digitales distribuidas: a medida que los átomos se convierten en bits, las estructuras logísticas se desvanecen, y el producto final se convierte en un servicio digital (libro por e-book)
Como conclusión de todo ello, la naturaleza del trabajo se está transformando de forma decisiva.Según el Center on Education and the Workforce (Georgetown University), durante la crisis del 2008, el segmento de población con educación superior, máster o doctorado perdió 66.000 empleos en Estados Unidos. Pero posteriormente, ganó 3,8 millones. Sin embargo, la población con estudios primarios o secundarios perdió seis millones de empleos que no se han recuperado. El 70% de los hogares en economías avanzadas han visto disminuidos sus ingresos desde 2005, cuando sólo el 2% de ellos perdió poder adquisitivo entre 1993 y 2005. Cuando el cajero del supermercado es substituido por una pantalla táctil, el transportista por un coche autoconducido, el operario de línea por un robot, o el mánager por un algoritmo, el futuro se oscurece. La fuerza de la tecnología puede conducir a una sociedad donde haya de todo (producción, salud, energía y alimentación abundante). De todo, menos empleo. Y, si no hay empleo, el sistema colapsará por déficit de demanda y por explosiones de inestabilidad social. Técnica y teóricamente, podemos ir hacia un escenario de abundancia global. En base a ciencia y tecnología, podríamos tener países extremadamente ricos y productivos, pero, paradójicamente, sin capacidad de generar suficiente empleo.
A la vez que el mundo converge hacia un único paradigma global, se extiende la desigualdad por el planeta. Resurgen los liderazgos autoritarios (China, Rusia, Turquía). Aparecen brotes expansivos geoestratégicos. Florecen los populismos extremistas. Se extiende imparable un terrorismo digitalizado, y languidece el sueño europeo. La extraordinaria revolución tecnológica que estamos experimentando es una fuerza de progreso sin precedentes. Pero necesitaremos nuevas y radicales fórmulas de innovación social para corregir los desequilibrios que genera. Y un liderazgo político sin igual para reescribir el sistema operativo de la sociedad y la economía del siglo XXI.
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