En
1987 el novel estudiante de doctorado David Cooperrider publicó un
artículo que cambió el curso de la psicología, ampliando las fronteras
de la comprensión de la complejidad del ser humano. Su supuesto fue
genialmente simple. Si la psicología, la economía y el management
han estado concentrados en la escasez y lo que funciona mal, ¿qué
pasaría si nos concentramos en los recursos y fortalezas, y en lo que
funciona bien y da vida a los sistemas humanos? Creó la Indagación
Apreciativa, movimiento que tiene como principio la mirada positiva del
mundo. Fue el puntapié inicial de un giro conceptual en la psicología,
que se institucionalizó años más tarde.
En 1998 Martin Seligman en su discurso de asunción como presidente de la American Psychological Association
funda la Psicología Positiva, movimiento que busca proveer evidencia
científica acerca del bienestar de las personas y qué significa el
óptimo funcionamiento de personas y grupos. Sus contenidos no son
novedosos, pues develar para qué existe, qué es y cómo funcionamos las
personas proviene desde los albores de la humanidad, siendo temas
abordados por la filosofía, el arte, la poesía y la psicología, entre
otras disciplinas.
Dentro
de la psicología fue el movimiento humanista experiencial y las ideas
de Abraham Maslow y Carl Rogers quienes sostuvieron que en las personas
existe una naturaleza universal hacia el bien potencial y la
autorrealización, y que, en las condiciones y contextos adecuados,
emerge lo mejor de nosotros.
Este
movimiento (indagación apreciativa, psicología positiva y psicología de
los recursos) apareció como respuesta al desbalance que produjo el
psicoanálisis y el conductismo con su mirada patologizante de la
persona. Gracias a ello hoy conocemos muy bien las enfermedades y
trastornos de las personas y cómo tratarlas. Ha sido su gran aporte,
dando impulso a la comprensión de lo humano individual, mirando el vaso
medio vacío.
La
Psicología Positiva es heredera de la mirada apreciativa del ser humano
y de la convicción que estamos impelidos por naturaleza hacia la
evolución y el crecimiento personal, con la gran diferencia que lo hace
basado en evidencias comprobadas científicamente.
Sabemos
que no es el único camino de acceso al conocimiento, aunque la
acumulación de evidencia en las últimas dos décadas ha creado un cuerpo
de conocimientos y aplicaciones sustancial. Al respecto recomiendo leer
el recientemente publicado libro “Nuestro lado luminoso. 12 años de Psicología Positiva”
de Claudio Ibáñez, un texto serio, muy bien fundamentado y que
sintetiza los hallazgos científicos desde la aparición del movimiento de
la Psicología Positiva.
El
riesgo de una aproximación puramente científica a la persona humana es
que sus métodos estadísticos son lineales y no logran capturar y dar
buena cuenta de la complejidad de la persona y, menos, de las relaciones
e interacciones entre nosotros. En este punto es clave la contribución
de Marcial Losada y sus estudios de equipos de alto desempeño, quien
entendió que la forma científica de comprender la complejidad humana es
mediante el uso de matemática no lineal, pues es el mejor modo de
entender las dinámicas internas y relacionales de las personas, y sus
discontinuidades y estabilidades.
Leyendo a todos estos autores e intentando buscar una metáfora sobre cómo funcionamos las personas, afirmo que la
mente es el conductor de la persona, las emociones son el motor, las
motivaciones el combustible y el sentido es la dirección donde
movilizarnos.
La
mente es la que capta y procesa los mensajes del mundo exterior e
interior, percibe el contexto, codifica, piensa, elabora, contrasta,
hace distinciones, genera alternativas, las evalúa y colabora en la toma
las decisiones. Es la que nos provee lucidez y certezas, y nos permite
entender, entendernos, entender a otros y decidir.
El
papel de la mente es la del conductor, el que dirige, elige las
respuestas, toma las caminos y nos maneja. Por lo mismo, su función es
de orden superior y cerebralmente son las últimas estructuras
desarrolladas en el curso de la historia (córtex y neo-córtex). Es un
gran cuerpo mental superior, donde está anclado potencialmente
toda nuestra sabiduría y la respuesta potencial a todas las preguntas.
Es interesante comprobar que la mente alcanza su mejor funcionamiento
cuando logra conectar con el silencio interior, derivado de ponerse en
emociones tranquilas y una corporalidad centrada.
Como dice Claudio Araya en su libro “El mayor avance es detenerse”, es en el silencio donde emerge un presente consciente con una mente que amplía sus fronteras y logra observarse a sí misma.
La mente nos permite observarnos, observar nuestro observador, y
ponernos en una meta-posición, subirse al balcón de sí mismo para
mirarme, valorarme, corregirme, aprender e ir por mayores niveles de
desarrollo. Toda gracias a la meta-posición de la mente, que es junto al lenguaje, una característica exclusivamente humana.
Aunque
no sacamos nada con ser un gran piloto y un buen conductor si no
contamos con un motor que nos haga movilizarnos. Aquí entra la función
de las emociones. Movernos hacia aquello que queremos y protegernos de
aquello que tememos o no queremos. En este sentido todas las emociones
son funcionales. Su clasificación de positivas o negativas tiene que ver
con su contribución al florecimiento o languidecimiento humano.
Las
emociones siempre están, son biológicas, dependen de las hormonas y nos
movilizan. Como todo motor, la cilindrada, torque y velocidad pueden
ser muy diferentes, y eso sí depende del tipo de emociones en las que yo
habite. Las emociones negativas y tóxicas equivalen a un motor pequeño,
que se recalienta pronto y recorre distancias cortas a poca velocidad.
Pero es un motor. Que quede claro.
Las
emociones positivas equivalen a un motor potente, de gran cilindrada y
alta velocidad, que le permite al conductor dirigirse con seguridad
hacia donde desee. El mejor rendimiento de los motores es sin forzarlos y
a una velocidad promedio, lo que equivale a emociones de armonía, paz y amor. Ese es el mejor sello posible para nuestro motor.
Un buen motor requiere combustible. Eso
se encuentra en la motivación humana, en la convicción que la vida
merece ser vivida y que estamos llamados en la vida a la automaestría y a
la acción de servicio con otros. Si no encuentro motivos
suficientes o mis deseos son poco constructivos, mi motor no se moverá y
yo me estancaré, generando en el mediano plazo trastornos psicológicos
como depresión, suicidio, vacío existencial patológico y cuadros
angustiosos, entre otros.
Si
encuentro motivos constructivos para vivir mi vida tendré un buen
combustible para mi mismo y mi motor funcionará a su mejor rendimiento.
Puedo
ser un gran conductor (mente lúcida), tener un buen motor (emociones
positivas) y una carga completa de combustible (motivos constructivos).
¿De qué me sirve si no sé dónde dirigirme, hacia dónde ir y cómo
orientar mi camino? Ese es el sentido de la vida. El sentido es el
referente de nuestra vida, hacia dónde vamos y en qué queremos
convertirnos. Como diría un teólogo, es la certeza escatológica del
propio vivir.
El
sentido siempre orienta, aunque no siempre da felicidad duradera. El
nivel de sentido inicial es el personal, lograr mis metas y las de mi
familia. Eso nos mueve a la mayoría con intensidad hasta los 40 años
aproximadamente, cuando el logro individual comienza a mostrarse como
insuficiente para saciar la sed de sentido.
La
desidentificación con el ego a la que estamos invitados en la edad
media de la vida se resuelve bien si avanzamos un paso más en nuestro
referente de sentido y ponemos como dirección de nuestra vida un sentido
pro-social y comunitario. Ya no sólo importo yo y los míos, sino que mi
bienestar depende también de que otros reciban los beneficios de mi
actuar. Como último escalón de sentido está el sentido trascendente,
poner la propia vida al servicio de los deseos constructivos de lo que
yo conciba como lo Superior.
Sintetizando,
la mente es el conductor de la persona, las emociones son el motor, las
motivaciones el combustible y el sentido es la dirección donde
movilizarnos.
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