Mi columna de esta semana en El Español se titula “Evan Spiegel y la capacidad de ejecución“, y habla, al hilo del anuncio de la salida a bolsa de Snapchat con una valoración de entre 20,000 y 25,000 millones en torno al próximo mes de marzo, de lo importante que es ser capaz de pasar de la fase de idea a la de ejecución, a la puesta en marcha de esas ideas de manera satisfactoria.
El cofundador de Snapchat, Evan Spiegel me parece en ese sentido un directivo de enorme brillantez. La idea original detrás de Snapchat, la mensajería efímera que se autodestruye a los pocos segundos, es un concepto que no resulta especialmente abrumador, no es una de esas ideas que te generan esa sensación de “ojalá se me hubiera ocurrido a mí”, sino que es simplemente un detalle mínimo sobre una función, la mensajería instantánea, que llevaba como tal una enorme cantidad de iteraciones por parte de infinidad de empresas de todo tipo y condición. Spiegel y sus confundadores, Bobby Murphy y Reggie Brown (que abandonó el equipo rápidamente) parecían estar obsesionados con la idea: Snapchat, bautizada originalmente como Picaboo, era nada menos que el trigésimo primer intento de lanzar un servicio similar.
Tras treinta pruebas y definiciones de su idea, pusieron en marcha algo que logró tracción entre un segmento demográfico de la sociedad tan complejo como los adolescentes, especialmente dado a procesos de adopción rápidos, casi aleatorios y caprichosos, con tendencia a pasar de moda rápidamente. Sin embargo, llevado por esa capacidad de ejecución que les permitió priorizar bien las diferentes funcionalidades, fue capaz de crecer consistentemente hasta el punto de aparecer en el radar del gigante Facebook como una amenaza que podía robarle popularidad en ese segmento. La oferta de adquisición de Facebook por tres mil millones de dólares y el hecho de que fuese rechazada sin pestañear elevó al jovencísimo Spiegel a la categoría de mito, aunque muy posiblemente, la decisión no fuese enteramente suya, sino en gran medida de unos inversores que veían un potencial todavía mayor en la compañía y una determinación en su fundador adecuada como para ejecutarlo.
Lo que en su momento parecía una decisión arrogante y alocada, decir que no a tres mil millones de dólares y a la integración en una compañía que no solo sabe comprar, sino que potencia enormemente los proyectos que incorpora y mantiene fieles a sus fundadores, se ve, desde la perspectiva del tiempo, como una genialidad. En el momento de la oferta, la compañía no tenía ingresos ni modelo de negocio conocido. En poco tiempo, se dotó de un modelo de publicidad expuesto de manera tan claraque suelo utilizarlo en todos mis cursos y que le genera sustanciosos ingresos, de un producto que acerca la lectura – y la socialización – de noticias a un público que originalmente parecía esquivo a ellas, de un medio de pago diseñado para jóvenes, de un repositorio personal de recuerdos y hasta de una empresa de hardware que fabrica unas gafas con función de videocámara. Cada vez que en el blog corporativo, que refleja en tan solo siete páginas toda esa ruta de ejecución brillante que ha seguido la compañía, te encuentras una entrada titulada “Introducing…” te das cuenta de que esa puntada no está dada sin hilo, no responde a un capricho sino a una cuidada hoja de ruta, y ha sido evaluada por personas que no solo conocen bien a su usuario, sino que entienden perfectamente la relación que mantienen con ellos. Snapchat ha conseguido poner en valor para los anunciantes a un segmento de trato especialmente complicado, ha entendido sus tendencias y sentimientos, y lo ha convertido en fantásticamente rentable. Y todo ello con una idea no especialmente brillante, sino gracias a una fantástica capacidad de ejecución. Y todo ello, pasándoselo además fantásticamente bien: Evan Spiegel no es el típico fundadorgeek que vive detrás de una pantalla: es rico desde la cuna, tuvo una juventud juerguista y polémica, disfruta de una vida social hiperactiva y amante de la fiesta como pocos, con fama de relacionarse con mujeres guapísimas, actualmente comprometido con la supermodelo australiana Miranda Kerr, y con un patrimonio personal procedente de sus aventuras con Snapchat estimado en unos 2,100 millones de dólares.
¿La prueba de que la idea no era, en realidad, para tanto? Que Facebook haya intentado copiarla en infinidad de ocasiones, y haya fracasado en prácticamente todas ellas, salvo por la cierta tracción que ha obtenido con Instagram Stories gracias a apoyarse en un fenómeno ya consolidado.
La historia de Snapchat me resulta atractiva por dos razones fundamentales: primero, porque en el mundo del emprendimiento tecnológico se suele tender a sobrevalorar las ideas y minusvalorar la capacidad de ejecución. Abundan las historias de fundadores que fueron brillantes a la hora de definir la idea, pero que después terminaron fallando en su ejecución y poniendo a un directivo profesional y con más experiencia al frente. Y segundo, por ese mismo componente: lo normal es buscar capacidad de ejecución en directivos con edad y experiencia, no esperar que la posean personas a las que aún les quedan algunos años para cumplir los treinta. Ahora, esos chavales van a sacar a bolsa una compañía valorada entre los 20,000 y los 25,000 millones de dólares, que son unos cuantos camiones cargados de pallets con fajos de billetes de cien dólares hasta la altura aproximada de una persona. Y todo ello no gracias a una idea inspiradísima y brillante, sino a la capacidad de ejecución.
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