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Autor: Eduard Punset 6 Marzo 2011
Estoy viajando, de manera que el sustituto de mi domicilio fijo es el ordenador; allí está todo: el entramado del próximo libro; el registro de los anteriores; la correspondencia, actas de las reuniones en busca de patrocinios o de la gestión de Agencia Planetaria, la productora del programa Redes, de TVE. “No lo pierdan –le digo al conserje del hotel en donde me hospedo– porque esta es mi casa”. Así he sabido del interés de muchos lectores por algunas de las cuestiones a que me refería en la columna anterior: el tema aparentemente incomprensible de la física cuántica.
Como a mí, es una cuestión que fascina a muchos lectores. En mi calle, los vecinos no se han dado cuenta todavía de la revolución que ha supuesto para sus vidas el descubrimiento de la física cuántica a mediados de los años 20 del siglo pasado. Desde entonces, nuestra percepción de la realidad implica que la hemos descodificado para saber de qué se trataba y vuelto a codificar para ponerla en su contexto adecuado; desde entonces, se acabó para siempre la credibilidad del dogmatismo y se asentó en nuestra manera de pensar la incertidumbre.
Cuando alguien me pregunta si soy liberal o socialdemócrata, le tengo que rogar que espere a que llegue mi último día porque solo entonces estará seguro de que no puedo cometer la última trastada. Al propio Einstein le costaba sobremanera aceptar lo que él tildaba de “telepatía cuántica” cuando se refería al hecho de que dos partículas ubicadas en hemisferios distintos pudieran estar afectadas por la misma emoción o fuerza. Desde entonces, es cierto que nada es del todo seguro. Una cierta incertidumbre –la del mundo cuántico– afecta también a las supuestas certidumbres del mundo macro ya conocido.
Los que hemos intentado penetrar en las raíces del amor, aquellos que hemos comprobado multitud de veces lo que les pasaba por dentro a dos seres enamorados, debemos agradecerles a los físicos cuánticos lo que nos han regalado sin saberlo. El concepto de dos bits afectados el uno por el otro, a pesar de estar en hemisferios distintos, ha dado lugar en física cuántica al llamado entanglement o “compactación”; con toda seguridad, entendemos mejor desde entonces lo que ocurre en el alma compactada de los enamorados, así como la imposibilidad en que se encuentran de conseguir desprenderse del apego del otro para que su mundo no esté afectado por él o ella.
Intuitivamente, conocíamos la importancia de tener muchos contactos y cuantos más amigos, mejor. Pero no sabíamos exactamente por qué. Ahora constatamos –gracias a la física cuántica– que las personas con muchos conocidos tienen más éxito que los que tienen pocos. Es muy bueno descubrir esto. La cultura creada por los contactos entre personas que intercambian información y cotilleo, clientes, genes, enfermedades infecciosas, idiomas, juegos, convicciones e ideas acaba generando una transición de fase que desemboca en una nueva cultura. Esto es lo que ocurrió en tiempos remotos, cuando la llamada ruta de la seda unió Roma con Oriente y la ruta del incienso, el Mediterráneo con la India. Gracias a todo ello, hoy sabemos que el número de personas que conoce a mucha gente es mucho menor que el número de personas que, por el contrario, conocen a muy poca gente.
El impacto de la física cuántica en las nuevas tecnologías no es menor que en el pensamiento. La criptografía cuántica, si dos de las partes que quieren comunicarse están dispuestas a compartir un código prácticamente indescifrable, ya se está aplicando. Faltan unas décadas para que los ordenadores cuánticos transformen nuestros sistemas de gestión y, con toda probabilidad, nuestro cerebro.
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