Ser culto” y “ser inteligente” se consideran estados distintos del intelecto. Uno se refiere 
a la “cultura” que posee una persona y el otro tiene connotaciones un tanto más 
científicas, como una característica casi fisiológica que puede medirse y cuantificarse.
Así, alguien es culto por los libros que ha leído y recuerda, por la calidad de su 
vocabulario, por las películas que ha visto e incluso por los viajes que ha realizado. 
Culto es aquel que se ha cultivado, como un campo, para obtener para sí los mejores
 frutos de la civilización. Desde una perspectiva en la que se combinan los proyectos 
más ambiciosos de Occidente —de los valores de la antigüedad clásica al humanismo 
del Renacimiento, el cristianismo y la Ilustración—, una persona culta también es 
compasiva, empática, solidaria, amable y quizá hasta sabia. En pocas palabras, hay 
toda una corriente de pensamiento que ha defendido que el ser humano se vuelve tal 
sólo gracias a la cultura.
La inteligencia, por otro lado, se ha pensado y estudiado sobre todo como una cualidad
 inherente al hombre como especie. Nuestra inteligencia es resultado de la evolución y, 
por lo mismo, todos los individuos la tienen. Desde un punto de vista científico, la
inteligencia explica que seamos capaces de leer o ver una película, pero también sumar 
o restar cantidades, y que podamos manejar un automóvil o atrapar una pelota.
Curiosamente, por razones que no son del todo claras pero quizá se expliquen por el
 clasismo de ciertas sociedades, en ciertas circunstancias la cultura y la inteligencia 
pueden aparecer enfrentadas. Dado que la cultura se convirtió en un bien asociado a 
las clases privilegiadas —la nobleza o la burguesía, por ejemplo—, también se ha 
utilizado como una suerte de discriminador, una forma de distinguir entre una persona 
que tuvo acceso a dicha cultura —a ciertos libros, ciertas escuelas, ciertos viajes— y 
otra que no. Cuando la cultura se usa de esa manera, es previsible que se convierta en 
una categoría deleznable.
De ahí que surja entonces el “ser inteligente” como una especie de defensa: quizá no
 todos seamos cultos, pero indudablemente todos somos inteligentes. Para algunos no
 tener cultura se compensa con el hecho de, por ejemplo, poder resolver problemas 
con facilidad, o vivir con sencillez, sin crearse esos laberintos absurdos en los que a 
veces se mete la gente culta.
Sólo que ninguna categoría es mejor que otra. Desafortunadamente, es cierto que
 tanto la cultura como la inteligencia están relacionadas con la desigualdad inevitable 
del sistema de producción hegemónico. La desnutrición, por ejemplo, tiene efectos 
sobre el desarrollo cognitivo de un niño, y sabemos bien que hay sociedades más 
desnutridas que otras. Igualmente la cultura, a pesar de todos sus sueños humanistas,
 se ha convertido en un producto de consumo, lo cual provoca que surja y se destine 
a personas que puedan adquirirla.
Quizá por eso hay un punto en el que ser inteligente parezca más atractivo que ser
 culto. ¿Para qué cultivarse, si la cultura también sirve para humillar y diferenciar? 
¿Para qué cultivarse si, con eso, también se alimenta esa maquinaria despiadada de 
producción-consumo-deshecho? Conflictos en donde la cultura está involucrada y, 
por eso mismo, no parece probable que sea un camino para solucionarlos.
¿Y la inteligencia? Quizá ahí se encuentren otras posibilidades. A pesar del dicho 
de Proust —“Cada día atribuyo menos valor a la inteligencia”—, quizá la inteligencia 
sea ese salvoconducto que nos lleve fuera de las posturas falsas y los simulacros 
de la cultura contemporánea.
A propósito de este asunto, Nicholas Lezard publicó en The Guardian un artículo
en que habla de la diferencia entre la inteligencia y la intelectualidad a partir de 
Esperando a Godot, la célebre pieza de Samuel Beckett. Como sabemos, Esperando 
a Godot se considera uno de los mejores usos del absurdo dentro de la literatura,
una obra revolucionaria tanto estética como culturalmente, pues retrató con frialdad 
el extremo del nihilismo al que había llegado la civilización europea del siglo XX.
Lezard recuerda la atracción que de inmediato sintió por Esperando a Godot, un 
ambiente que a pesar de su parquedad —o quizá debido a esta— de inmediato lo 
hizo sentir bien recibido, acaso no totalmente cómodo pero sí en un territorio
 inesperadamente familiar. “Desde la primera página estaba hipnotizado, sorprendido”, 
escribe Lezard, a quien la extrañeza de los diálogos beckettianos, simples y no tan
 simples al mismo tiempo, lo condujo a un territorio que imprevisiblemente no era 
del todo desconocido.
En breve, estaba enganchado. Ahí tenía a un autor que era irreverente, escatólógico
 y sin embargo profundo; alguien completamente desinteresado en las convenciones 
de la literatura y sin embargo capaz, justo por medio del lenguaje, de mantener 
nuestra atención a pesar de que nada esté sucediendo. […] Y conforme descubrí
 detalles de su vida, primero por la biografía semi-autorizada de Deirdre Bair, me 
di cuenta de que no sólo su trabajo era ejemplar, sino también su vida. Ahí estaba 
alguien que se había purgado a sí mismo de vanidad, tanto la suya como la del 
mundo; un hombre de una integridad intachable, tanto en su obra como en su vida.
Con estos antecedentes, Lezard acepta que Beckett sea considerado un autor 
“intelectual”; “pero sospecho que es porque muchas personas no conocen la 
diferencia entre ser inteligente y ser intelectual”. ¿Y cuál es esa diferencia? Dice Lezard:
Más tarde descubrí que Beckett era, de hecho, furiosamente intelectual, pero que
 había dejado atrás la academia, aborrecido la oscuridad de la jerga y ciertamente 
no era el tipo de intelectual de posición a quien las televisoras piden su opinión.
Un guiño de inteligencia por parte de Beckett, parece decirnos Lizard. El gesto de
 tributar la cultura a la autenticidad para aceptar así que, a lo sumo, podremos 
responder dos o tres preguntas en la vida, poco más o poco menos, y será suficiente, 
y será más auténtico que todas esas preguntas que dicen responder las personas cultas 
y los intelectuales.