Muchas políticas públicas e intervenciones institucionales para combatir el hambre, la pobreza y la corrupción deben rediseñarse e incluir una comprensión cabal sobre cómo los humanos pensamos, nos comportamos y tomamos decisiones. Esta reformulación se vuelve necesaria porque esas políticas derivan de presuposiciones vagas o concepciones fallidas sobre nosotros mismos, es decir, sobre aquellos sujetos a quienes esas políticas deben ir dirigidas.
Solemos pensarnos como seres racionales, sin embargo, nuestra conducta es mayoritariamente automática, intuitiva y emocional. Los seres humanos tomamos decisiones permanentemente y la velocidad de los eventos que nos suceden hace que no haya recursos cognitivos y datos disponibles necesarios para analizar de forma lógica y analítica. Asimismo, como no siempre es bueno tomar estos atajos, existe también un sistema de toma de decisiones lento, racional, deliberado y a largo plazo.
Uno de los elementos fundamentales que se debe tener en cuenta para el diseño de políticas sociales son los esquemas mentales, es decir, aquellas estructuras de pensamiento que nos permiten interpretar y categorizar la información proveniente de nuestro alrededor. Así formamos nuestras creencias y conformamos un modo de ver la realidad. Se trata de los llamados "sesgos cognitivos", a partir de los cuales tendemos a producir sistemáticamente ciertas respuestas frente a diversas situaciones dadas. Por ejemplo, por el llamado "sesgo de confirmación" tendemos solo a buscar información y darle interés a aquello que avale lo que ya creíamos previamente; otro sesgo es el "efecto halo", que nos lleva a trasladar una cualidad particular de una persona hacia el resto de sus características (si es bueno para una cosa, es bueno para lo otro); otro es el que otorga mayor intensidad al dolor por una pérdida que al placer por una ganancia, por lo cual preferimos no perder más que ganar (aversión a la pérdida). Estos modelos cognitivos están fuertemente influenciados por las acciones y pensamientos de quienes nos rodean de manera próxima pero también por la sociedad en la que vivimos, por las historias compartidas y por las normas sociales establecidas.
Muchas veces existe la ilusión de que las decisiones colectivas son el resultado directo de la suma de las voluntades individuales. Sin embargo, los sistemas en donde estas decisiones se ejercen son motores centrales de las mismas. Esto se puede ver con claridad en un conocido análisis sobre las donaciones de órganos. En algunos países europeos, la prevalencia de donar órganos es altísima y en otros países vecinos con características culturales, religiosas y sociales similares es muy baja. En los primeros, los ciudadanos tienen que marcar con una cruz si no quieren donar los órganos, caso contrario automáticamente se obtiene el consentimiento (de esta manera, la gente no marca y dona); en los segundos, los ciudadanos tienen que marcar con una cruz si es que aceptan participar (de esta otra, la gente no marca y no dona). ¿Qué cambia en un caso y en el otro? ¿Es que los primeros son generosos y los segundos mezquinos? ¿Cuál elemento es más influyente: la decisión individual o el mecanismo en el que la misma debía manifestarse?
No es conveniente para la política pública partir del supuesto erróneo de que las personas somos como no somos ni de supuestos inexistentes de que las personas somos como "deberíamos" ser. La sociedad civil, los gobiernos y las organizaciones comprometidas con la vida social pueden beneficiarse con conocimientos científicos sobre la conducta humana. Y así, mejorar la implementación de medidas que impacten en las decisiones individuales y su contexto y que estas, a su vez, repercutan positivamente en el desarrollo de toda la comunidad.
Muchas políticas públicas e intervenciones institucionales para combatir el hambre, la pobreza y la corrupción deben rediseñarse e incluir una comprensión cabal sobre cómo los humanos pensamos, nos comportamos y tomamos decisiones. Esta reformulación se vuelve necesaria porque esas políticas derivan de presuposiciones vagas o concepciones fallidas sobre nosotros mismos, es decir, sobre aquellos sujetos a quienes esas políticas deben ir dirigidas.
Solemos pensarnos como seres racionales, sin embargo, nuestra conducta es mayoritariamente automática, intuitiva y emocional. Los seres humanos tomamos decisiones permanentemente y la velocidad de los eventos que nos suceden hace que no haya recursos cognitivos y datos disponibles necesarios para analizar de forma lógica y analítica. Asimismo, como no siempre es bueno tomar estos atajos, existe también un sistema de toma de decisiones lento, racional, deliberado y a largo plazo.
Uno de los elementos fundamentales que se debe tener en cuenta para el diseño de políticas sociales son los esquemas mentales, es decir, aquellas estructuras de pensamiento que nos permiten interpretar y categorizar la información proveniente de nuestro alrededor. Así formamos nuestras creencias y conformamos un modo de ver la realidad. Se trata de los llamados "sesgos cognitivos", a partir de los cuales tendemos a producir sistemáticamente ciertas respuestas frente a diversas situaciones dadas. Por ejemplo, por el llamado "sesgo de confirmación" tendemos solo a buscar información y darle interés a aquello que avale lo que ya creíamos previamente; otro sesgo es el "efecto halo", que nos lleva a trasladar una cualidad particular de una persona hacia el resto de sus características (si es bueno para una cosa, es bueno para lo otro); otro es el que otorga mayor intensidad al dolor por una pérdida que al placer por una ganancia, por lo cual preferimos no perder más que ganar (aversión a la pérdida). Estos modelos cognitivos están fuertemente influenciados por las acciones y pensamientos de quienes nos rodean de manera próxima pero también por la sociedad en la que vivimos, por las historias compartidas y por las normas sociales establecidas.
Muchas veces existe la ilusión de que las decisiones colectivas son el resultado directo de la suma de las voluntades individuales. Sin embargo, los sistemas en donde estas decisiones se ejercen son motores centrales de las mismas. Esto se puede ver con claridad en un conocido análisis sobre las donaciones de órganos. En algunos países europeos, la prevalencia de donar órganos es altísima y en otros países vecinos con características culturales, religiosas y sociales similares es muy baja. En los primeros, los ciudadanos tienen que marcar con una cruz si no quieren donar los órganos, caso contrario automáticamente se obtiene el consentimiento (de esta manera, la gente no marca y dona); en los segundos, los ciudadanos tienen que marcar con una cruz si es que aceptan participar (de esta otra, la gente no marca y no dona). ¿Qué cambia en un caso y en el otro? ¿Es que los primeros son generosos y los segundos mezquinos? ¿Cuál elemento es más influyente: la decisión individual o el mecanismo en el que la misma debía manifestarse?
No es conveniente para la política pública partir del supuesto erróneo de que las personas somos como no somos ni de supuestos inexistentes de que las personas somos como "deberíamos" ser. La sociedad civil, los gobiernos y las organizaciones comprometidas con la vida social pueden beneficiarse con conocimientos científicos sobre la conducta humana. Y así, mejorar la implementación de medidas que impacten en las decisiones individuales y su contexto y que estas, a su vez, repercutan positivamente en el desarrollo de toda la comunidad.
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