La semana pasada, la Fundación para la Industria, me invitó a una sesión de debate sobre el sentido y el impacto de la llamada “industria 4.0”. ¿De qué hablamos cuando hablamos de “industria 4.0”? ¿Es ésta la última palabra de moda? ¿Substituirá este concepto a la tan etérea “innovación”?
Hay quien dice que han existido cuatro revoluciones industriales. La primera empezó con una regulación incipiente de la propiedad intelectual en Inglaterra, hacia principios del siglo XVII, que permitía a un inventor apropiarse de los retornos económicos de sus invenciones (primeras patentes). Fue ésta una revolución basada en fuentes de energía primaria (vapor y corrientes de agua). La segunda, casi doscientos años más tarde, fue protagonizada por una nueva revolución energética (llegada de la electricidad) que siguió a la extensión de grandes sistemas de comunicación físicos (ferrocarril), y finalizó con intensas innovaciones en management (cadena de producción seriada). La tercera es la revolución de las computadoras, que arranca con la Segunda Guerra Mundial, se acelera con los grandes retos espaciales, y eclosiona con la extensión mundial de los microprocesadores. La cuarta (dicen) es la de la interconexión hombre-máquina, la sensorización total y la industria digitalizada (“industria 4.0”).
El concepto de “industria 4.0” surge en 2011 en Alemania, como resultado de una comisión de trabajo liderada por la empresa Robert Bosch, y realizada en el marco de la Estrategia de Alta Tecnología germana. El término es recogido posteriormente por McKinsey, que lo populariza a nivel mundial (y ahora es motivo de gran atención en USA). Sobre el papel, industria 4.0 es un nuevo paradigma industrial basado en la recogida masiva de datos y toma de decisiones en tiempo real en toda la cadena logística, desde las plantas de materia prima hasta el consumidor final, pasando por los procesos de manufactura. Dicho paradigma, sustentado en tecnologías de la información, óptica, fotónica y computación masiva, permite un control extremo de la calidad, una hipereficiencia en la gestión de stocks y trazabilidad total de la secuencia de fabricación. Pero si esto fuera todo, la industria 4.0 no sería más que una versión sofisticada de la manufactura de los 80, con una informatización de los métodos ya utilizados entonces (básicamente, métodos japoneses de producción rápida, ligera y cualitativamente excelente). En mi opinión, industria 4.0 integra algunas variables más que completan el nuevo paradigma: a) el uso de nuevas tecnologías de computación (big data) e inteligencia artificial para la toma autónoma de decisiones, b) la distribución de la fabricación en punto final (mediante la impresión 3-D), y c) la concentración espacial de actividades de I+D, diseño de producto, prototipado, industrialización y manufacturing sofisticado (es decir, de aquéllas actividades que capturan la mayor parte del valor de la cadena productiva). La industria 4.0 no sólo es una industria digitalizada. Lo importante es que es una industria impregnada. Impregnada de conocimiento.
Yo creo que las verdaderas revoluciones industriales han tenido bases más sencillas, conceptualmente, de lo que nos dice la lectura de los superpuestos acontecimientos históricos. Si han habido cuatro revoluciones industriales, entonces la primera es la fundamental, la energética (desde la máquina de vapor hasta la llegada de la electricidad). La segunda es de gestión (con la irrupción de la producción en masa y la eclosión de las ciencias del management). La tercera es la de la información (la era del silicio, desde los ordenadores de válvulas de vacío hasta los smartphones). Pero la cuarta revolución industrial no será sólo la “industria 4.0”. Será la revolución del conocimiento, en todas sus dimensiones. La información ya no es poder. El conocimiento lo es. Un exceso de información (una “infoxicación”, como lo categorizó magistralmente el compañero Alfons Cornella) produce tanta confusión como un defecto de la misma.
El futuro es del conocimiento. El futuro será de la industria del conocimiento, de las ciudades del conocimiento, de las sociedades del conocimiento, o de los países del conocimiento. Y ahí, algunos juegan con ventaja: aquéllos que se han dado cuenta de que el conocimiento se pega a un territorio y no lo deja fácilmente. Si invertir en I+D no tiene ninguna correlación con el éxito de mercado a nivel de empresa, paradójicamente sí que lo tiene a nivel de riqueza de un territorio. Son las famosas externalidades, los spillovers (el conocimiento desborda a las organizaciones que lo crean), o las particularidades sociales (el conocimiento está en posesión de las personas que viven en un lugar). El conocimiento tiene unas características caprichosas: es pegajoso y genera riqueza. Con esa combinación, no es difícil crear fuertes ventajas competitivas nacionales.
(Nosotros no estamos en estas historias tan sofisticadas, sólo es necesario ver el nuevo Informe COTEC 2016. Coged antes un pañuelo (o, después, las maletas). Me ahorro un post sobre ello, que si no me llamarán “pesimista”
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