El maestro de la divulgación científica rememora las enseñanzas que más le han impactado y conmovido y explica por qué deberíamos ser optimistas respecto al futuro
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En Carta a mis nietas (Destino), el maestro de la divulgación científica Eduardo Punset comparte algunos de los hitos que cambiaron su forma de ver la vida: desde el aprendizaje que adquirió al jugar en los campos de su infancia hasta las reveladoras conversaciones con grandes científicos de nuestro tiempo, todo ello enlazado por una curiosidad sin límites.
Punset rememora las enseñanzas que más le han impactado y conmovido. La importancia de saber cambiar de opinión, nuestra relación con la naturaleza y la tecnología, hasta qué punto es fundamental rodearnos de personas queridas y por qué deberíamos ser optimistas respecto al futuro... En el extracto que recogemos a continuación, el autor se centra en cómo los aspectos tecnológicos están cambiando y cambiarán el mundo tal y como lo conocemos.
El mundo del futuro
Hasta ahora hemos conservado; con la genética crearemos el mundo que nos conviene.
Nos cuesta horrores imaginar el futuro. Tanto que no sabemos hacerlo sin mirar atrás, hacia el pasado. Muchos, la mayoría de nuestros tatarabuelos, se habrían equivocado si se les hubiera pedido que sugirieran pautas del porvenir. En primer lugar, habrían estado convencidos de que ya se había inventado todo; que el mundo del futuro ya lo tenían entre las manos. Al contemplar los aviones o los 'smartphones' de hoy, se quedarían petrificados por la sorpresa. ¡Cómo pudieron equivocarse tanto! Ésa es la verdadera pregunta referida al pasado.
Una de las calles en el pueblo de mi infancia se llama Calle que No Pasa. ¿Por qué la llamaron así? Estaba claro, no tenía salida, no tenía futuro. Ese estrecho, tortuoso y empinado callejón conduce a uno de los puntos más elevados de la Vilella Baixa y a su fin las últimas dos casas no están a un lado y a otro, como las demás, sino de frente, tapando el futuro excavado en la montaña. Cuando jugábamos al aquí te pillo, aquí te mato, quien se metía en la Calle que No Pasa, en plena persecución, estaba perdido. Era un cul-de-sac. Y definitivamente nada cambia. Hoy, la calle sigue igual que en mi niñez. Tal vez ha cambiado el geranio de algún alféizar, rojo en el pasado, amarillo hoy, pero poco más. No pasa, permanece congelada en el tiempo. Sin salida y sin futuro.
Pocos autores anticiparon un sistema informático capaz de mantener conectada a la humanidad y ofrecer la posibilidad de compartir toda información
Afortunadamente, existe gente empeñada en buscar más allá de los límites, en escudriñar lo inexplorado y acercarse a nuevos horizontes. Si hasta ahora hemos visto algunos aspectos insospechados propios del ser humano, voy, a dedicar un nuevo capítulo de esta 'Carta a mis nietas' a avanzaros hacia dónde se dirige nuestra especie. Lo primero que cabe destacar es que no tenemos ni idea de cuál es su destino. Y no me estoy refiriendo a un porvenir remoto, sino a los próximos sesenta o setenta años, esto es, al futuro cercano que vivirán las hijas de mis hijas. Como las dos casas obstruyendo lo alto de la Calle que No Pasa, existen muchos obstáculos que nos dificultan atisbar el destino de la humanidad.
En medio siglo pueden suceder infinidad de hechos inesperados o puede no pasar nada. La ciencia ficción clásica especulaba con un futuro repleto de vehículos voladores y viajes intergalácticos, pero muy pocos autores anticiparon un sistema informático capaz de mantener conectada a la humanidad y ofrecer la posibilidad de compartir toda información, imagen o vídeo con total inmediatez entre cualquier lugar del mundo y sus antípodas. Antes de internet y del acelerado progreso de la computación, nadie –o casi nadie– imaginaba su trascendencia. Hoy, apenas veinte años después de su popularización, cuesta imaginar el pasado sin la red. Pero la revolución digital no va sola; hace dos capítulos he empezado a introducir otra revolución que, aunque no lo creáis, estamos viviendo: la biológica.
En el capítulo, Punset analiza algunos de los cambios que se darán en el mundo de la medicina como el carbono vs. silicio, los doctores microscópicos, si será o no factible curar con células o las posibilidades que habrá en un futuro próximo de consumir fármacos a la carta. En este sentido, también analiza sorprendentes aspectos como, en el fragmento que recogemos a continuación, la influencia que está teniendo y tendrá la tecnología en la evolución y adaptación humana.
Y la tecnología hizo al 'Homo evolutis'
Hacemos un uso externo de los ordenadores. ¿Por qué no dar un paso más y conectarnos directamente con ellos? Me lo planteó Kevin Warwick, catedrático de Cibernética de la Universidad de Reading, en 2010. Conocido en algunos círculos como Capitán Ciborg, este ingeniero británico destacó a finales del siglo pasado por experimentos en los que se implantaron microchips en su sistema nervioso y con los que consiguió cerrar puertas, encender luces y regular la calefacción sólo con el pensamiento; se conectó con su esposa y se comunicó con ella a distancia vía morse, sin necesidad de hablar; llegó a introducir en su propio brazo un dispositivo con el que controló los movimientos de una mano robótica e incluso, afirma, percibió su tacto.
Como un cerebro de verdad, en el del robot de Warwick se diferencian entre neuronas sensoriales, motoras e intermedias, respectivamente
Nos vimos en su laboratorio, donde realiza experimentos tanto o más asombrosos que los que acabo de describir. Allí me mostró uno que me dejó sin palabras. Su equipo cultiva células nerviosas de ratón y las conecta a electrodos que transmiten los impulsos eléctricos. Son como minicerebros sintéticos de ratón compuestos por unas 100.000 neuronas que los científicos miman más que a cualquier hijo: velan para que no les falte de nada, las alimentan, las mantienen a una temperatura constante de 37 grados. Diariamente, conectan estos cerebros a unos pequeños robots cargados de sensores y durante un rato los dejan desempeñar funciones bien simples, como esquivar las paredes de una superficie. El equipo de Warwick ha observado cómo, de forma progresiva, el robot cada vez choca menos con esos muros. De un día para el otro, el cerebro –hecho con células verdaderas, insisto– aprende a prevenir los choques gracias a la información procedente de los sensores. Por si eso fuera poco, las neuronas se reparten las tareas: unas se especializan en recibir impulsos de dichos sensores, otras hacen que el robot esquive la pared y el resto coordina a las anteriores. Como un cerebro de verdad, se diferencian entre neuronas sensoriales, motoras e intermedias, respectivamente.
¿Os dais cuenta? En esencia, está sucediendo lo mismo que con la bacteria sintética que creó Craig Venter. A una célula sin ADN, a una carcasa celular, se le introdujo el genoma de otra especie que tomó las riendas de su huésped. El experimento de Warwick es parecido. Se introduce un cerebro en un chasis robótico y el primero toma el control del aparato. ¡Y encima aprende! Estaban reproduciendo la plasticidad neuronal in vitro. «Podemos hacer que el robot se desplace gracias al cerebro biológico y ver cómo cambia la conexión cerebral simplemente por repetición. Ya sabes, cuando haces algo repetidas veces y sientes que se automatiza, dejas de pensar en ello. De hecho, podemos ver las vías entre las células cerebrales, que se refuerzan a medida que el robot se mueve y hace lo que queremos que haga: básicamente, que no se golpee contra la pared».
Transformar el mundo en dos o tres siglos puede parecer una eternidad a ojos de cualquier hombre, pero es un período ínfimo en la historia de la vida
La interacción cerebro-máquina es posible. Modificar nuestro genoma y epigenoma es posible. Lo es también dirigir el desarrollo de las células, diseñar fármacos específicos para cada persona, alcanzar una capacidad casi ilimitada de computación y simular el mundo real. Sólo falta ahora afinar los métodos, integrar conceptos y ampliar el conocimiento para que nada se nos escape, tarea complicada dado que cada pregunta que respondemos plantea una decena de nuevos enigmas.
Pero lo importante es que todo progresa. A diferencia de la Calle que No Pasa, el avance del conocimiento es imparable, y, según Gregory Stock, la evolución no sólo afecta a las especies sino al propio concepto evolutivo. La evolución evoluciona y, para él, nos encontramos en un momento de transición cuya importancia se equipara a la del salto hacia la multicelularidad, hace seiscientos millones de años. Nos estamos uniendo como organismos, como entidades, impulsados por la tecnología y por nuestras mentes, para formar una estructura mayor, de escala planetaria, con un enorme potencial. Pese a los dilemas éticos y demás controversias que suscitan todos estos avances, Stock cree que en absoluto nos precipitamos hacia un abismo, sino que nos adentramos en una transición llena de retos y dificultades como nunca la ha habido. Juan Enríquez coincide plenamente con Stock. Cuando me lo encontré en Puebla, México, me reveló lo siguiente: «Pienso, Eduardo, que estamos pasando de ser un 'Homo sapiens', una especie humana consciente de su entorno, a un 'Homo evolutis', un humano que empieza, directa y deliberadamente, a hacer ingeniería y a cambiar la evolución de virus, de bacterias, de vegetales, de plantas, de animales y de nosotros mismos. Y eso es un cambio cualitativo. El Horno evolutis es un animal que modifica de manera fundamental el mundo de Darwin».
Lejos de estancarla, la ciencia y la tecnología están acelerando la evolución, según lo que cuentan observadores como Stock y Enríquez. Estamos todavía en la cuna de este progreso, pero reflexionad lo siguiente: hemos cambiado sustancialmente el entorno. Hemos transformado de arriba abajo la faz de la Tierra, para bien y para mal, y a eso deben adaptarse las especies que en ella habitan. No tienen más opción. Muchas han fracasado en su intento y lamentablemente se han extinguido. Los motivos son varios, pero permitidme destacar el factor temporal como factor limitante. Les ha faltado tiempo para amoldarse al nuevo entorno. Transformar el mundo en dos o tres siglos puede parecer una eternidad a ojos de cualquier hombre o mujer, pero es un período ínfimo en la historia de la vida, de 3.500 millones de años. La maratón de cambios en la que estamos embarcando a la Tierra es veloz y súbita, y eso tiene sus impactos.
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