sábado, 2 de julio de 2016

Enseñar no es transferir conocimiento. Crear es comprender.

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“Enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades para su propia producción o construcción”, escribió Paulo Freire en 1996 en su libro Pedagogía de la Autonomía.
Muchos años antes, John Dewey había dicho que preparar a los alumnos para la vida futura consistía sobre todo en proporcionarles el dominio sobre sí mismos y que “el pensamiento se origina y desarrolla en las necesidades y en las demandas de la vida práctica”. Desarrollar la autonomía del alumno y vincular el aprendizaje a la vida son dos de las claves de la pedagogía de Dewey quien siempre defendió que la mejor manera de aprender es haciendo, que aprendemos haciendo, o mejor, que aprendemos haciendo y reflexionando sobre lo que hemos hecho.
A finales de los años 60, antes de que existieran los ordenadores personales, el informático estadounidense Alan Kay empezó a trabajar en la idea de construir uno que sirviera como instrumento pedagógico. En 1972 publicó el artículo A personal computer for children of all ages, en el que describía el antecedente más claro de nuestras actuales tabletas, el Dynabook, y cuestionaba la tendencia a tratar de solucionar todos los problemas de la sociedad recurriendo a la tecnología. En ese artículo, Kay aprovechaba para criticar también la pasividad pedagógica que fomentaban tecnologías educativas como las máquinas de aprendizaje, entonces, como ahora, muy a la moda. Una y otra advertencia resultan hoy absolutamente vigentes como bien nos han demostrado Evgeny Morozov y Audrey Watters, respectivamente.
En ese mismo artículo, Kay sostenía que para él los niños son más como verbos, predispuestos a la acción, que sustantivos. Y que la clave del aprendizaje estaba en pensar en ellos más como actores que como sujetos pasivos de su propio aprendizaje. Para Kay, el atributo principal que debía tener un nuevo dispositivo como los ordenadores personales era permitirnos “volcar” nuestros pensamientos. Lo importante de la tecnología por venir eran las posibilidades que nos abría para crear, construir y programar. Era el hecho de poder convertirnos no solo en consumidores sino en productores de información y conocimiento. Lo interesante del porvenir era que podíamos construirlo.
Kay es conocido por ser uno de los ingenieros que trabajaron en el mítico laboratorio de investigación de Xerox en Palo Alto en la década de los 70 y 80 (Xerox PARC)y por ser uno de los padres de la programación orientada a objetos y el desarrollo de la interfaz gráfica de usuarios de la luego saldría, entre otras cosas, la misma compañía Apple. A Kay también se le atribuye la poderosa frase de que “la mejor manera de predecir el futuro es crearlo” que es, en realidad, una versión del aforismo del poeta italiano Cesare Pavese que el mismo Alan Kay utilizó en su artículo de 1972 sobre los Dynabook: “Para conocer el mundo, uno debe construirlo”.
El Alan Kay que más nos interesa aquí es el que coincidió con Seymour Papert a finales de esa década de los 60. Kay y Papert estaban entonces muy interesados por explorar cómo los ordenadores podían transformar nuestra formas de pensar y aprender y cómo podíamos utilizarlos para mejorar el aprendizaje de los niños, concretamente el aprendizaje de las ciencias y las matemáticas.
Su pensamiento pedagógico estaba muy influido por el psicólogo Jean Piaget con quien Papert trabajó en Ginebra entre 1959 y 1963. Piaget sostenía que el conocimiento es producto de la actividad constructiva del sujeto, tanto física como intelectual. Que somos constructores activos de nuestras estructuras de conocimiento, oponiéndose de esta manera a las concepciones más conductistas o innatistas vigentes hasta ese momento. De Piaget también es famosa su sentencia de que “la meta principal de la educación es crear hombres que sean capaces de hacer cosas nuevas, no simplemente de repetir lo que otras generaciones han hecho; hombres que sean creativos, inventores y descubridores.”
Este interés por la actividad, por la creación, por el descubrimiento y la invención se alineaba y reforzaba bien las propuestas de las pedagogías activas que habían surgido a principios del siglo XX con representantes como María Montessori o el mismo John Dewey.
Para Piaget, “cada vez que se le enseña prematuramente a un niño algo que habría podido descubrir solo, se le impide a ese niño inventarlo y, en consecuencia, entenderlo completamente.” Lo cual no supone que el profesor no tenga que intervenir en el diseño de los entornos de aprendizaje sino que los niños aumentan su autonomía cuando se potencia su pensamiento independiente y creativo. Potenciar la autonomía es, si recordamos, lo que nos reclamaba Paulo Freire en la cita que abría este texto y era también unos de los pilares principales de la pedagogía de John Dewey.
Seymour Papert pasa por ser uno de los “herederos” de Piaget. A la vuelta de la estancia de Papert en Ginebra junto a Piaget éste se incorporó al Instituto tecnológico de Massachusetts (MIT) donde fundó el Laboratorio de Inteligencia Artificial junto con Marvin Minsky. El principal interés de Papert entonces era preguntarse si los ordenadores podían afectar a nuestras formas de pensar y aprender y cómo podíamos usarlo no solo de una manera instrumental sino para relacionarnos con la ciencia y la tecnología de una manera diferente.
Motivado por estos intereses e influido desde luego por Piaget, Papert desarrolló a finales de los años 60 el primer lenguaje de programación para niños, conocido como LOGO. El primer artículo público sobre LOGO es un informe de 1971 para el MIT titulado “20 cosas que se pueden hacer con ordenadores”, escrito junto con Cynthia Solomon y en el que se describía cómo los niños podían programar ordenadores para controlar robots, componer música, hacer juegos y otros tipos de actividades creativas. Con los años Papert se fue “separando” de la visión más piagetiana. En 1991 escribió junto con Idit Harel el libro en el que recogía su visión pedagógica: construccionismo.
Desde entonces el trabajo y las contribuciones de Papert solo en el ámbito de la educación han sido enormes. Y a pesar de que últimamente crece el reconocimiento hacia su enorme trabajo no son pocos los que hablan de la Paradoja de Papert para referirse a la relación inversamente proporcional entre su enorme legado y su escaso reconocimiento.
Sus libros y artículos no son solo relevantes por sus propuestas sino también porque Papert ha sido un testigo de excepción en el desarrollo de la tecnología educativa de los últimos cuarenta años y en los sucesivos planes de implantación de tecnologías en las aulas. No ha dejado nunca de analizar de manera profunda, certera y crítica la evolución de las tecnologías de la información aplicadas a la educación. Es sobradamente conocido su análisis de por qué la incorporación de los ordenadores en las aulas en los años 80 no solo fue un fracaso desde el punto de vista del cambio educativo sino que en muchas ocasiones sirvieron para perpetuar viejas formas de hacer: “al final de los 80, las computadoras estaban en manos de la burocracia escolar y de las escuelas como instituciones. Todavía existían maestros visionarios, pero estaban siendo neutralizados…cuando la administración toma el control, crea una sala especial, y pone las computadoras en esa sala con un horario con el profesor de informática. En vez de convertirse en algo que socavara estas formas anticuadas de las escuelas, las computadoras fueron asimiladas…las escuelas tornaron lo que pudo haber sido un instrumento revolucionario en uno conservador.”
Ya en Mindstorms (pdf), escrito en 1980, Papert afirmaba que en la mayoría de las escuelas la instrucción basada en ordenadores era sinónimo de ordenadores que enseñan y proponía que en lugar de usar los ordenadores para “programar” a los chicos deberíamos buscar que fueran los chicos los que programases los ordenadores.
Papert es una voz más que se une a los Neil Selwyn, los Larry Cuban y los Michael Fullan que llevan años sosteniendo que la tecnología por sí sola no es la palanca correcta del cambio educativo.
Hace unas semanas la OCDE publicó un informe titulado Alumnos, Ordenadores y Aprendizaje: haciendo las conexiones en el que basándose en los datos de las pruebas PISA 2012 se hacían una serie de preguntas. Entre las conclusiones podemos encontrar frases como que la tecnología puede amplificar las prácticas de enseñanza innovadoras, que las tecnologías digitales se pueden usar para fomentar el aprendizaje experiencial, las pedagogías activas, el aprendizaje cooperativo y las pedagogías interactivas.
Sin embargo, un repaso por los titulares de la prensa internacional nos sorprendería. La BBC titulaba así: “Los ordenadores no mejoran los resultados de los alumnos”, el Wall Street Journal que “las tecnologías en el aula no siempre mejoran los resultados”. Usar mucho el ordenador en clase no ayuda al alumno, según la OCDE, rezaba el titular de El País. Los ordenadores en la escuela no mejoran las notas de los estudiantes, según la OCDE, El Mundo.
El informe OCDE y las reacciones de los medios de comunicación ponen sobre la mesa nuestra curiosa relación con la tecnología y en concreto con la tecnología educativa. Por un lado somos furiosos defensores, por otro, rabiosos opositores.
La tecnología ha sido siempre vista como un aliado perfecto para el cambio educativo. En el último siglo, cada vez que ha surgido una nueva tecnología (Cine, radio, Tv, ordenadores,…) hemos pensado rápidamente en su poder transformador en la educación, hemos depositado grandes esperanzas en ellas y hemos trabajado por “introducirlas” en las aulas. Pero la realidad es que  pocas veces, sin embargo, su incorporación en las aulas ha provocado cambios significativos.
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