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¿Cómo puedo cambiarme a mí mismo? Ésa es la pregunta más habitual que oigo cuando hay un encuentro que tiene como propósito hablar sobre transformación, cambio, crecimiento… Es LA pregunta.
Pero vale la pena detenerse a observar quién es esa parte de nosotros que, en realidad, formula la pregunta: nuestro yo temeroso o nuestro yo audaz.
Puede ser que quien formule la pregunta sea esa parte de uno que tiene pánico a cambiar y a sus consecuencias, y a la vez se siente incapaz de hacerlo. Cuando es así, más que pregunta lo que hacemos es exclamar una expresión de resignación oculta en una pregunta: “¡Cómo puedo cambiarme a mí mismo!”. Desde esa postura el cambio es muy difícil, por no decir imposible. Si lo que uno quiere es cambiar sin precio ni coste, ni posible dolor ni esfuerzo, y con garantía de éxito total de entrada, es mejor dejarlo correr. Eso no existe. La vida no funciona así, creo, humildemente.
Si, por otro lado, la parte de nosotros que se hace la pregunta es audaz, obtiene la respuesta no en un discurso mental o hablado. Actúa. Punto. Hace. Punto. ¿Cómo puedo cambiarme a mí mismo? Pues haciendo algo nuevo y/o diferente que me permita progresivamente ir cambiando eso que yo creo que soy. Porque el cambio de nuestra narrativa interior, de nuestras creencias se produce naturalmente cuando actuamos despiertos. Y vale la pena desglosar las dos acciones y unirlas: ACTUAR + ESTAR DESPIERTO. Quien actúa desde esa posición no se pasa la vida dándole vueltas a lo que tiene que hacer o hará. Dedica, obviamente, el tiempo necesario a la reflexión, evaluación de riesgos y costes del cambio, y a su planificación; y luego se adentra en el mar de la incertidumbre, rumbo a su isla deseada, y se pone a remar y a mover las velas. Vive en una incertidumbre consciente: “no sé lo que me pasará, pero sé que quiero ir a por ello, y aunque no lo logre, la vida me depara otros regalos en el camino a modo de aprendizajes, experiencias, nuevas personas, nuevos escenarios, nuevas reflexiones, nuevos tesoros de orden espiritual que hoy ni puedo concebir o imaginar”.
Luego, ¿qué parte de nosotros se hace la pregunta? Si se la hace el que quiere vivir en una certidumbre inconsciente, se quedará en la pregunta y la utilizará como pretexto para justificar(-se) lo imposible que es cambiar. Si, por el contrario, quien se la hace admite que la vida consiste en vivir una incertidumbre consciente (nadie puede garantizar al cien por cien que estará vivo dentro de un minuto, por ejemplo), se entrega a la vida en una dialéctica de pensamiento-emoción-acción-legado permanente. Porque no solo actúa, sino que lega, da, comparte el fruto de sus realizaciones.
El cambio social, la mejora del mundo, los proyectos que realmente valen la pena los han logrado locos que han vencido y a veces convencido no solo a sus propios miedos, sino y por encima de todo, a opiniones ajenas (incluso proferidas por personas de su entorno y que les amaban) que actuaban como vientos, mareas y tempestades en contra, y que les afirmaban taxativamente que no lo lograrían. Benditos sean esos locos que viven en la incertidumbre pero son altamente conscientes. Son ellos los que nos procuran un mundo mejor porque no renuncian a la conquista de la utopía. Y vivir es, quizás, eso. Conquistar nuevos horizontes que mejoran la vida en este mundo. Ya lo decía Jung: “La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir”. Sí.
Vivamos pues. Y no hagamos de nosotros mismos la principal coartada al proceso de crecer y de evolucionar. Si hay algo que es seguro que no podemos vencer es a la muerte y a la incertidumbre. Hagamos entonces de la vida nuestra aliada antes de que ambas nos venzan. Vale la pena, literalmente.
Feliz día, besos y abrazos,
Álex
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