lunes, 22 de agosto de 2016

Felices ante la incertidumbre

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Filosofía. La clave de la felicidad es también una preocupación académica. Aristóteles, Heidegger y pensadores del presente se plantean cómo saber si se puede alcanzar ese estado de bienestar.

POR CRISTINA ESGUERRA

Recientemente Robert Waldinger, director del Estudio de Harvard sobre el Desarrollo Adulto, dio a conocer el resultado de 75 años de observaciones sobrecalidad de vida. El experimento consistía en seguir de cerca 724 hombres, entre los que había estudiantes de primer año de la universidad y chicos de los barrios más pobres de Boston. ¿Qué condiciones determinan que la vida de una persona sea buena?, preguntaban. Los científicos llegaron a la rotunda conclusión de que las relaciones interpersonales –mucho más que el éxito laboral y el trasfondo social al que se pertenece– determinan la calidad de una vida. La mayoría de los pacientes que había tenido un matrimonio exitoso, una cercana relación de familia y que se había dedicado a cultivar amistades, llegaba a los 80 años en buenas condiciones de salud y sin mayores problemas de memoria. Por el contrario, “la experiencia de la soledad es tóxica –dijo Waldinger en su conferencia en Ted Talk–. Las personas que se sienten aisladas dicen ser menos felices, su salud y su capacidad mental comienzan a declinar antes de llegar a la mediana edad, y viven vidas más cortas”.
El estudio de Harvard forma parte de una corriente de investigaciones científicas sobre la felicidad que cada día toma más impulso. Penn State, Michigan, Berkeley y Wisconsin son algunas de las universidades que desde hace unos años investigan el impacto biológico de la felicidad en el cuerpo y en la mente. Uno de los experimentos utilizados consiste en dividir a los participantes en tres grupos y mostrarles imágenes que exaltan emociones positivas a unos, negativas a otros y neutras a los últimos. Luego deben responder el mismo examen. Por la calidad de las respuestas se concluyó que la felicidad aumenta la productividad y la creatividad. Además de la investigación de laboratorio, más de 200 universidades en EE.UU., Inglaterra, Australia, Escocia y Finlandia dictan cursos sobre felicidad.
Los estudiantes aprenden métodos que los ayudan a romper la cadena de pensamientos autodestructivos y a reemplazarlos por ideas constructivas. Uno de los ejercicios que Tal Ben-Shahar, docente de Harvard, les pide a sus estudiantes es que realicen una acción que les proporcione placer personal y otra que beneficie al prójimo. A la semana siguiente los estudiantes deben explicar cuál les produjo mayor satisfacción y por qué. El propósito del ejercicio es demostrar que el bienestar que viene de la compasión está por encima del que se obtiene a través de la satisfacción de un placer personal.
El resultado de experimentos como el de Harvard y el éxito de los métodos propositivos para alcanzar la felicidad proporcionan datos sobre lo que varias filosofías llevan milenios diciendo. Pero el hombre moderno –señala Heidegger en La época de la imagen del mundo– comprende el universo a través de la ciencia.
Cada corriente de pensamiento define la felicidad de acuerdo con su visión de mundo y su idea de hombre. Para la filosofía budista, por ejemplo, la felicidad depende de que se desarrolle la compasión y se lleve una vida equilibrada. Pero la compasión no es entendida como un sentimiento de tristeza por quienes sufren. Esta “tiene dos aspectos –dice el maestro de budismo zen Densho Quintero–. El pasivo es la comprensión profunda del sufrimiento de todos los seres, y el activo es el amor benevolente”. La determinación de rescatar a todos los seres vivos del sufrimiento.
En este contexto, el camino que se recorre para alcanzar la felicidad es simultáneamente el que enseña a hombres y mujeres a vivir bien, a dejar atrás el ego y a expresar lo mejor de sí mismos. “La compasión es el antídoto universal con el que pueden combatirse todas las emociones negativas”, ha dicho en varias conferencias el monje Matthieu Ricard, según un estudio de la Universidad de Wisconsin, el hombre más feliz del mundo. El mal es producto de “toxinas” de la mente como la envidia, la arrogancia y el orgullo. A través de la repetición, esta puede entrenarse para que las ideas y las acciones positivas se conviertan en hábito, y la compasión sea permanente.
Pero la felicidad no es la ausencia de sufrimiento sino la capacidad de aprender a sobrellevarlo y de reconocerlo como pasajero. “Es un estado de plenitud que no se busca fuera de uno mismo”, dice Quintero. La metáfora que este utiliza es la de un árbol con profundas raíces que no se derrumba con el soplo del viento.
La noción aristotélica de felicidad es distinta pero sigue ligada al desarrollo de la excelencia humana. “No es un estado ni un ideal inalcanzable. No es algo a lo que se pretende llegar. Es la realización de las actividades del alma conforme a la virtud”, dice el filósofo Diego Pineda, especialista en Aristóteles. Y la virtud es la acción digna de elogio. Hombres y mujeres deben aprender a afrontar vaivenes de la fortuna y a llevar una vida armónica, guiada por la ley del justo medio, lejos de sentimientos extremos como la cobardía o su opuesto, la temeridad. Pero el virtuoso no necesariamente es feliz. Hay además condiciones materiales e inmateriales que deben cumplirse porque permiten ejercer la virtud: dinero, amigos, honor, salud, familia, éxito y, sobre todo, suerte.
“La felicidad aristotélica es actividad”, dice Pineda. “Es una manera de vivir correctamente”. Precisamente por eso es necesario juzgar la vida entera de una persona bajo los parámetros de la felicidad para saber si tuvo una buena vida y si fue feliz. Pero nunca se tiene la certeza de haberlo sido. Con la modernidad la idea de felicidad da un vuelco y deja de ser el producto de una buena vida o un bienestar que exige entrenamiento para ser alcanzado, y se convierte en aquello que hace sonreír. “El mayor bien para el mayor número”, dice el filósofo utilitarista Jeremy Bentham. La felicidad se convierte en un sentimiento de bienestar ligado a experiencias de placer. Y como ya para el siglo XVII se cree que los seres humanos son dueños de su destino, alcanzarla depende de la voluntad de cada quien.
Esta idea tiene dos problemas esenciales que hacen aún más árido un camino de por sí difícil de recorrer. “Si la felicidad depende de la voluntad de cada persona –subraya el historiador Darrin McMahon, autor de Una historia de la felicidad– , el fracaso de la empresa es también la demostración de la falta de tenacidad”. Sobre todo si se tiene en cuenta que el utilitarismo la puso al alcance la mayoría.
Al haberla convertido en un sentimiento ligado a experiencias de placer, cualquier sensación de sufrimiento la desvanece y la reduce a momentos. Así entendida, la felicidad deja de ser un aprender a vivir de la mejor manera –como sucede en el caso del budismo y de la mayoría de las filosofías de la Antigua Grecia–, y se convierte en el premio máximo que hace todo lo demás soportable; una especie de sueño americano. Ya no se busca la virtud para feliz, sino que se anhela esta última para desvanecer la angustia y el sufrimiento y tomar aliento para soportar la incertidumbre futura.

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